Sus trabajos como bailarina y los intentos por conseguir el contrato con una discográfica.
Se bajó del primer avión que tomaba en su vida y se subió, también por primera vez, a un taxi. El día anterior había abandonado la universidad. Se aburría y, creía, que no tenía tiempo para perder. Se quería llevar el mundo por delante. Y Michigan estaba fuera del mundo. Pensaba bailar. Pero también podía hacer otras cosas. Sólo tenía clara algo: iba a triunfar. No la iban a poder detener. Cuando se subió a ese auto en el aeropuerto de Nueva York, le dio una indicación precisa al conductor: “Llevame al centro de todo”. El hombre la dejó en Times Square.
A Madonna le tomó unos años pero no sólo conquistó Nueva York, sino el mundo. A fines de julio de 1983, cuarenta años atrás, salió su primer álbum. El pop ya no volvería a ser igual. Al año, el disco se convirtió en su primer éxito.
Después, durante cuatro décadas, Madonna y su música fueron mutando para estar siempre hablándole al presente, para no quedar cristalizada en un pasado glorioso. Madonna se convirtió en una leyenda mirando siempre para adelante, tratando de ser siempre actual. Al escuchar una compilación de los grandes éxitos de su carrera, se puede trazar una historia de las últimas cuatro décadas del pop. Todo empezó con ese disco sin título y su cara, hermosa y radiante, ocupando toda la portada.
La infancia de la reina del pop
La madre le puso su mismo nombre, Madonna. Hacía un buen juego con el apellido italiano y potente del padre, Ciccone. Una familia numerosa. Cuando Madonna nació en 1958 ya tenía dos hermanos. Después, a razón de uno por año, nacieron otros tres. Pero la madre enfermó de cáncer de pecho y murió de manera muy rápida. El señor Ciccone se volvió a casar dos años después y agregó otros dos hijos a la familia.
Eran ocho hermanos. No tenían problemas económicos porque el padre tenía un buen trabajo como ingeniero en Chrysler, diseñando material militar. Pero sin madre y con tanta competencia alrededor era difícil recibir atención. Mucho más para los que estaban en el medio, tal vez los menores eran más favorecidos. Madonna se dio cuenta de eso de inmediato y desarrolló múltiples tácticas para no pasar desapercibida, para lograr que los adultos la vieran. Gritaba, tenía conductas estrafalarias, y hasta llegó a quemarse los dedos a propósito para recibir atención. En su casa aprendió a distinguirse del resto. “Estaba acostumbrada a compartir todo. Dormí durante años en una cama con dos de mis hermanas”, contó años después.
Poco después toda la familia se mudó a Detroit. En la escuela siguió el mismo camino. Se vestía distinto a los demás, tenía problemas de conducta, participaba en cada acto escolar, seducía a sus compañeros, era la única chica que no se depilaba las axilas, ni usaba maquillaje. Pero sus calificaciones eran excelentes: era muy inteligente y estudiaba mucho.
El padre la mandó a ballet y a aprender piano. No duró demasiado: muy pronto se pasó a baile moderno. Tenía la energía y la ductilidad necesarias. Al terminar el secundario, gracias al baile, obtuvo una beca en la Universidad de Michigan. Pero la vida universitaria no era lo que ella había imaginado. Madonna necesitaba más velocidad, más vértigo. Quería comerse el mundo. Y el centro del mundo estaba en Nueva York. Abandonó los estudios y hacia allí fue. “Fue lo más arriesgado que hice en mi vida. La primera vez que me subía a un avión, la primera vez que tomé un taxi”. En medio de la gran ciudad con 18 años y sólo 35 dólares en la mano. No le importó. Ella sabía que se iba a arreglar. Estaba convencida de que su lógica no tenía fisuras: si quería bailar y dedicarse a la música el lugar para intentarlo era Nueva York. ¿Qué pasaba si salía mal? No lo consideró: ella nunca tuvo plan B.
Madonna llega a Nueva York
Consiguió alojamiento barato y un trabajo en Donkin Donuts. Se presentaba a todos los castings en los que se necesitaban bailarinas. Bailaba en cualquier lado. Teatros, boliches nocturnos, fiestas privadas. Mientras tanto se perfeccionaba: consiguió un sitio en la academia del Alvin Ailey American Dance Theater en la que la figura rectora era Martha Graham. También se presentó a decenas de castings para actuar en películas e hizo varias sesiones de fotos de desnudos para fotógrafos (que las vendieron seis años después Playboy y otras revistas cuando ella se había convertido en una estrella).
De a poco se iba abriendo paso. Sin embargo no todo fue fácil. Sufrió carencias, rechazos, situaciones muy desagradables. El momento crítico fue una noche en la que volvía a su habitación muy tarde después de un ensayo. En la oscuridad de una calle poco transitada dos hombres se abalanzaron sobre ella y la amenazaron. Le pusieron un cuchillo en la garganta y la obligaron a practicarles sexo oral. Cuando contó la traumática experiencia muchos años después, la cantante dijo: “Fue un sacudón, una prueba de mi debilidad: me mostró que no me podía salvar sola, pese a la imagen de chica dura y autosuficiente. Nunca lo pude olvidar”.
En 1979 consiguió su primer muy buen trabajo en la industria. Dejó atrás a cientos de aspirantes y fue elegida como corista y bailarina del cantante francés Patrick Hernández que triunfaba con el hit global Born To Be Alive, una tardía canción disco y machacona que al hombre de rulos abigarrados le permitió gozar de una temporada de éxito. Madonna lo acompañó durante su gira europea y por el norte de África. Fue un One Hit Wonder. Acompañar a Hernández le dejó varias enseñanzas. Por un lado ver desde dentro cómo funcionaba la industria, cómo aprovechar la promoción y el impulso del viento a favor. Aunque la mayor lección, acaso, haya sido otra: no pensar que siempre los tiempos serán buenos, no creer que lograr un hit aseguraría el triunfo prolongado, debía seguir trabajando, no estancarse. Hoy Hernández es recordado sólo porque Madonna fue una de sus coristas; el francés es, nada más, que un asterisco en la historia de la diva.
Al volver a Nueva York, junto a su novio Dan Gilroy, fundaron The Breakfast Club, una banda en la que ella cantaba, tocaba la guitarra en algunos temas y se hacía cargo de la batería. Al poco tiempo se les sumó Stephen Bray, un novio que Madonna había tenido en Michigan, que quedó como el batero. Pero renació el amor entre ellos y dejaron la banda y formaron una nueva, Emmy and The Emmys. Para esa altura, Madonna ya vivía en The Music Building, un edificio de 12 pisos que tenía decenas de salas de ensayo y estudios de grabación en el que aspirantes a músicos y potenciales estrellas pergeñaban sus canciones.